Capítulo 1.- El “efecto enfriador” del viento: Salvoconductos
La esencia de una obra es el deseo del héroe o de la heroína. En la obra perfecta, ningún incidente nos puede parecer ajeno a ese deseo porque el incidente siempre es un obstáculo o una ayuda para que aquéllos puedan conseguir su objetivo.
La esencia de una obra es el deseo del héroe o de la heroína. En la obra perfecta, ningún incidente nos puede parecer ajeno a ese deseo porque el incidente siempre es un obstáculo o una ayuda para que aquéllos puedan conseguir su objetivo.
David Mamet, foto de Robin Holland |
Las campañas políticas americanas -tal como las conciben los publicitarios ambulantes que las acompañan- tienen la misma estructura que un drama. El héroe es el pueblo americano, representado por el candidato. Él o ella crean un problema y prometen solucionarlo.
Al igual que el público de una obra, nosotros seguimos el espectáculo no porque deseemos que se solucione el problema (¿qué más nos da si Otelo asesina a su esposa imaginaria?), sino porque la solución significa la capacidad del individuo para triunfar. La política es, en efecto, un drama estructurado con más rigor que muchos de los que presenciamos sobre el escenario.
El arte de la performance, los happenings y las técnicas mixtas de los años sesenta fueron una revelación para el artista: el público proporcionaba su propio argumento a los acontecimientos que ocurrían frente a él desde que empezaba la obra hasta que caía el telón, y al autor-artista de la representación no le correspondía hacerlo.
Las Gang Comedies, las obras de episodios no lineales, el rosario de piezas modulares de un solo acto pero de larga duración, todas ellas son expresiones de la revelación de que el público aportará su propio argumento, igual que en una campaña electoral. (Un espectáculo de luz y sonido es la reductio ad absurdum del mecanismo, igual que en una convención política.)
La política, en el momento de escribir estas líneas, está más cerca del drama tradicional que el mismo teatro. Se plantea un problema, comienza la obra, el héroe (candidato) se ofrece como protagonista que ha de encontrar la solución y el público le dedica toda su atención.
El problema en la política, como en el drama más tradicional, es marcadamente imaginario; es decir, o bien se trata de un problema que en realidad no existe o bien existe pero no se puede erradicar con la intervención de la política (los homosexuales seguirán con sus prácticas sexuales a pesar de la legislación, del mismo modo que lo han hecho siempre los heterosexuales). Entramos en el local de compraventa de coches para representar un drama. Es una oportunidad que se nos presenta raramente de que nos valoren, de sentirnos halagados, ya que no pretendemos que nos hablen del diseño del motor, sino que nos digan lo listos que somos.
Votamos y seguimos con interés a este héroe político que teatraliza nuestra vida y mitiga momentáneamente el sentimiento de desamparo y anomia que es la esencia de la civilización moderna.
Un vendedor de coches que desoyera o tratase con desdén nuestra súplica de adulación se moriría de hambre, por más experto conocedor que fuese en materia de automoción. El político que tratase legítimamente de intereses públicos no duraría mucho en su cargo. ¿Quién se acuerda de Adlai Stevenson?
El carácter quimérico y ficticio de la acción emprendida por el político nos confirma que está justificado el valor de lo que hemos pagado (el valor de nuestro voto, ya que a la postre se nos proporcionará un drama en lugar de una explicación sin interés).
«Futuro» , «Cambio», «Nuestra herencia», «El mañana», «Una vida mejor», «El estilo de vida americano», «Los valores de la familia», son abstracciones dramáticas que no tienen ningún referente en la realidad y para el público vienen a significar. «Cuando la contienda haya terminado… cuando todo esté resuelto… cuando mi vida esté libre de incertidumbre».
La persecución de brujas, judíos, antiamericanos, homosexuales, inmigrantes, católicos y herejes es, de manera similar, un gran espectáculo que no tiene absolutamente nada que ver con la finalidad política. Los que mueven los hilos se eligen a sí mismos como protagonistas, identifican la causa de la terrible incertidumbre que padece el mundo y juran que la eliminarán, siempre que, naturalmente, los votemos (El voto es la entrada que nos permite presenciar la obra de teatro, y el propósito del político de erradicar -rellene el espacio en blanco- no es muy distinto del de la estrella de la película del verano que nos promete someter al malo. Ambos se comprometen a proporcionarnos diversión por el precio de una entrada y un momento de suspensión del escepticismo.)
Shakespeare nos advierte que la verdad es como el perro que se debe echar a la calle sin contemplaciones mientras que el perrito faldero permanece junto a la chimenea y apesta. Y los asuntos políticos legítimos -el medio ambiente, la salud pública- se desgañitan pidiendo un público que los escuche porque no son teatrales.
El principio de la economía psíquica interviene aquí como en todas las esferas de nuestra vida imaginaria. Somos capaces de estar un día entero tratando de decidir si pasaremos las vacaciones en Florida o en Utah, pero somos incapaces de imaginarlo. Por mucho que nos consuman las inquietudes cotidianas, el tiempo dedicado a la fantasía es demasiado valioso y lo consagramos a los problemas que no son susceptibles de una consideración racional.
En el teatro nuestro tiempo también es precioso y una obra buena no se ocupará de asuntos que se pueden tratar racionalmente, aunque formen parte de nuestras ocupaciones cotidianas.
El drama no tiene por qué afectar necesariamente al comportamiento de las personas. Existe un artefacto fantástico y enormemente efectivo que transforma la actitud de las personas y hace que vean el mundo desde otra perspectiva. Se llama pistola.
Durante treinta años, o más, he trabajado con espectadores en lugares muy distintos y jamás me he topado con un público que, colectivamente hablando, no fuera más listo que yo y que cada vez no me haya ganado por la mano.
Esta gente me ha dado de comer toda la vida. No me considero superior a ellos ni siento ningún deseo de transformarlos. ¿Por qué iba a hacerlo? Y en cualquier caso, ¿cómo lo haría? Yo no soy distinto de ellos. No sé nada que ellos no sepan. A un público (un pueblo) se le puede coaccionar con una mentira o con un soborno (una pistola), se le puede instruir o sermonear. Basta una tarima improvisada en la calle y una falta absoluta de respeto. En todos estos casos, no obstante se maltrata al espectador. No se le “cambia”, se le presiona.
Los dramaturgos que aspiran a transformar el mundo adoptan una superioridad moral respecto del público y permiten que los espectadores también la adopten ante los personajes que no aceptan el punto de vista del héroe.
No es tarea del autor teatral lograr que se produzcan cambios en la sociedad. Tenemos grandes hombres y grandes mujeres que se ocupan de ello mediante costosas demostraciones de valor personal, que se arriesgan a que les partan la cabeza durante la marcha a Montgomery, que se encadenan a un pilar o que soportan el ridículo y el menosprecio. Ponen en peligro sus vidas, lo cual puede estimular el heroísmo de otras personas.
El propósito del arte no es efectuar cambios, sino deleitar No creo que su finalidad sea ilustrarnos, ni que deba transformarnos, ni tampoco aleccionarnos.
La finalidad del arte es deleitar, y a algunos hombres y mujeres (no más listos que ustedes y que yo), cuyo arte puede proporcionar un deleite, se les dispensa de ir por el agua o por la leña. Es así de sencillo.
El teatro existe para tratar problemas del alma y misterios de la vida humana, no calamidades cotidianas. Eric Hoffer dice que hay arte (Esperando a Godot, por ejemplo), entretenimiento popular (Oklahoma) y entretenimiento de masas (Disneylandia) . Y nosotros, criaturas pecadoras, condenadas a morir como estamos, si nos dan una milmillonésima parte de una oportunidad, probablemente haremos que el dinero falso expulse al bueno y convertiremos lo bello en pervertido y depravado.
Así, mientras tengamos y usemos ocasionalmente la capacidad de dejar que el arte se desvíe y participe del temor reverencial de la religión, de la que fue arrebatado prematuramente, también tendremos la capacidad de distorsionar estos impulsos hacia lo dramático y de oprimirnos y esclavizarnos los unos a los otros. (Observen que mientras ejercitamos estos impulsos no decimos que deseamos “oprimir y esclavizar”, sino que queremos “ayudar, enseñar y corregir”. Pero el resultado es la opresión.)
Por un lado tenemos a Samuel Beckett, por el otro a Leni Riefenstahl. Ambos se ocupan exactamente de la misma capacidad humana, para dotar de significado a lo intolerable: uno crea arte purificador, la otra anuncios de asesinatos.
No creo que la finalidad del arte sea “llegar a la gente”. En realidad, ni siquiera estoy seguro de lo que quiere decir eso de “llegar a la gente”. Sé lo que dijo William Hazlitt: “Es fácil conseguir que el vulgo esté de acuerdo con uno; todo cuanto hay que hacer es estar de acuerdo con el vulgo.”
Aristóteles escribió que a una persona buena no puede ocurrirle el mal ni durante la vida ni después de su muerte. Tal dictamen se puede considerar como una promesa vacua, aunque también, quizá con más acierto, como una definición de la maldad. Es decir, lo que le suceda a una buena persona, por devastador que sea, no puede ser el mal si no emana de las acciones propias de esta persona (un defecto de nacimiento puede ser infausto, pero no puede ser malvado) .
Las cosas que pueden acontecer por igual a una buena o a una mala persona no pueden ser el mal, sino que se deben a un accidente y, como tales, son tema adecuado para el comadreo y no para el drama.
Igual que el comadreo, las obras de temas “controvertidos” tienen una gran capacidad para captar momentáneamente nuestra atención. También como el comadreo, nos dejan una sensación de vacío una vez el arrebato de lascivia ha seguido su curso y le sigue, como suele ocurrir, un sentimiento de vergüenza. Y es así como las obras de teatro adoptan los asuntos cotidianos que incumben a la política, mientras que la política adopta los temas propios del drama y llena el vacío teatral.
La presentación de un objetivo teatral nos asegura que nuestra atención política se verá recompensada, del mismo modo que, en los anuncios de películas de los periódicos, la presencia del protagonista empuñando una pistola promete que veremos «acción».
La película que se anuncia con la imagen de una pistola que en realidad no aparece en ninguna secuencia saldrá tan mal parada como el político que promete drama y luego no ofrece más que cuestiones sociales. Por consiguiente, para llevar a cabo una campana política positiva es esencial que los asuntos sean en gran medida -o en su totalidad- simbólicos, es decir, no cuantificables.
«Paz con honor», «Comunistas en el Depar tamento de Estado», «Economía de la oferta», «Recuperar la ilusión», «Devolver el orgullo»: éstos son los elementos del gran espectáculo. No son objetivos sociales: son, como nos enseñó Alfred Hitchcock, el Mac Gufíin. Naturalmente, este término inventado por Hitchcock se refería a «el objeto deseado por el héroe», y su aficción por este concepto explica en gran parte su éxito como director de cine.
Hitchcock era consciente de que el objetivo dramático es genérico; no hace falta que concreto que «el halcón maltés» «los salvoconductos» o los «documentos secretos». Basta con que el protagonista/ autor conozca el valor del MacGuffin. Cuanto menos específicas sean sus características, más interesado se mostrará el público. ¿Por qué? Porque una abstracción vaga permite que los espectadores proyecten sus propios deseos sobre un objetivo que esencialmente carece de rasgos sobresalientes. Así es también como los proyectan sobre términos como «americanismo», «una vida mejor» o «el mañana».
Es fácil identificarse con la búsqueda de un documento secreto, y un poco más difícil hacerlo con una protagonista cuya aspiración es identificar y estudiar las propiedades de un elemento químico como el radio. Por esa razón, los autores y directores acaban por volver a la ficción cuando llevan a escena una biografía. Para ser efectivos, los elementos dramáticos necesariamente deben tener prioridad sobre unos hechos biográficos «reales» que a los espectadores no nos interesan demasiado: si quisiéramos más información acerca del radio, nos leeríamos un libro que tratase sobre este elemento químico. Cuando vamos al cine a ver The story of Marie Curie queremos saber cómo murió su perrito Skipper
En e1 drama, como en los sueños, el hecho de que algo sea “verdad” es irrelevante y nos interesa sólo si está relacionado con la búsqueda del protagonista (la búsqueda de un MacGuffln) tal como ésta se nos ha planteado.
El poder del autor de teatro -y, por consiguiente, el del agente de prensa del político- reside en su capacidad para plantear el problema.
(Durante el juicio a O. J. Simpson, coincidí en una fiesta con dos famosos juristas. Comenté que tenía la sensación de que una batalla legal no consistía en ir en pos de la verdad, sino en disputarse el derecho de escoger cuál era el asunto fundamental. Soltaron una risita y me pellizcaron la mejilla: “Ya veo que se ha saltado los dos primeros cursos de la carrera de derecho” me dijo uno de ellos.)
El “problema”, el MacGuffin, la «amenaza atea a los poderes de la nación”, éstos son los temas que tienen el poder de estimular nuestra imaginación; y como escribe Eric Hoffer, éste es el único medio para dominar la atención de los grupos (la multitud, el electorado, el público).
Nuestra facultad de razonar ordena por naturaleza los elementos de amenaza percibidos, los identifica y los estructura de modo que podamos considerar los métodos alternativos para vencerlos y para poner en práctica el mejor plan.
Así es como percibimos el mundo. Eso es lo que hacemos durante todo el día.
El drama nos estimula porque resume y proyecta en la obra el elemento más esencial de nuestro ser, el preciado mecanismo de adaptación.
Un cachorro que no responde a la orden “Ven aquí”, se acercará a su amo si éste cae al suelo y permanece inmóvil. En este caso el perro sí acudirá corriendo junto a él. ¿Por qué? Pues porque cree que su dominador está incapacitado y ahora tiene una oportunidad de matar. El cachorro se acerca alborozado porque se le regala la oportunidad de ejercer sus más preciadas habilidades de supervivencia.
A nosotros nos ocurre lo mismo con el drama. Podemos hacer uso de nuestras habilidades de supervivencia, adelantarnos al protagonista y sentir temor por persona interpuesta sabiéndonos a salvo.
Éste es el poder y el gozo del drama. Por eso la obra de segunda clase, la que no está estructurada como una búsqueda de un único objetivo por parte del héroe, queda relegada al olvido; y por eso la estructura dramática, aún en un escenario no teatral, resulta un espectáculo magnífico.
(David Mamet LOS TRES USOS DEL CUCHILLO. Sobre la Naturaleza y la función del drama. Traducción de María Fadella, publicada por Alba Editorial.)
Al igual que el público de una obra, nosotros seguimos el espectáculo no porque deseemos que se solucione el problema (¿qué más nos da si Otelo asesina a su esposa imaginaria?), sino porque la solución significa la capacidad del individuo para triunfar. La política es, en efecto, un drama estructurado con más rigor que muchos de los que presenciamos sobre el escenario.
El arte de la performance, los happenings y las técnicas mixtas de los años sesenta fueron una revelación para el artista: el público proporcionaba su propio argumento a los acontecimientos que ocurrían frente a él desde que empezaba la obra hasta que caía el telón, y al autor-artista de la representación no le correspondía hacerlo.
Las Gang Comedies, las obras de episodios no lineales, el rosario de piezas modulares de un solo acto pero de larga duración, todas ellas son expresiones de la revelación de que el público aportará su propio argumento, igual que en una campaña electoral. (Un espectáculo de luz y sonido es la reductio ad absurdum del mecanismo, igual que en una convención política.)
La política, en el momento de escribir estas líneas, está más cerca del drama tradicional que el mismo teatro. Se plantea un problema, comienza la obra, el héroe (candidato) se ofrece como protagonista que ha de encontrar la solución y el público le dedica toda su atención.
El problema en la política, como en el drama más tradicional, es marcadamente imaginario; es decir, o bien se trata de un problema que en realidad no existe o bien existe pero no se puede erradicar con la intervención de la política (los homosexuales seguirán con sus prácticas sexuales a pesar de la legislación, del mismo modo que lo han hecho siempre los heterosexuales). Entramos en el local de compraventa de coches para representar un drama. Es una oportunidad que se nos presenta raramente de que nos valoren, de sentirnos halagados, ya que no pretendemos que nos hablen del diseño del motor, sino que nos digan lo listos que somos.
Votamos y seguimos con interés a este héroe político que teatraliza nuestra vida y mitiga momentáneamente el sentimiento de desamparo y anomia que es la esencia de la civilización moderna.
Un vendedor de coches que desoyera o tratase con desdén nuestra súplica de adulación se moriría de hambre, por más experto conocedor que fuese en materia de automoción. El político que tratase legítimamente de intereses públicos no duraría mucho en su cargo. ¿Quién se acuerda de Adlai Stevenson?
El carácter quimérico y ficticio de la acción emprendida por el político nos confirma que está justificado el valor de lo que hemos pagado (el valor de nuestro voto, ya que a la postre se nos proporcionará un drama en lugar de una explicación sin interés).
«Futuro» , «Cambio», «Nuestra herencia», «El mañana», «Una vida mejor», «El estilo de vida americano», «Los valores de la familia», son abstracciones dramáticas que no tienen ningún referente en la realidad y para el público vienen a significar. «Cuando la contienda haya terminado… cuando todo esté resuelto… cuando mi vida esté libre de incertidumbre».
La persecución de brujas, judíos, antiamericanos, homosexuales, inmigrantes, católicos y herejes es, de manera similar, un gran espectáculo que no tiene absolutamente nada que ver con la finalidad política. Los que mueven los hilos se eligen a sí mismos como protagonistas, identifican la causa de la terrible incertidumbre que padece el mundo y juran que la eliminarán, siempre que, naturalmente, los votemos (El voto es la entrada que nos permite presenciar la obra de teatro, y el propósito del político de erradicar -rellene el espacio en blanco- no es muy distinto del de la estrella de la película del verano que nos promete someter al malo. Ambos se comprometen a proporcionarnos diversión por el precio de una entrada y un momento de suspensión del escepticismo.)
Shakespeare nos advierte que la verdad es como el perro que se debe echar a la calle sin contemplaciones mientras que el perrito faldero permanece junto a la chimenea y apesta. Y los asuntos políticos legítimos -el medio ambiente, la salud pública- se desgañitan pidiendo un público que los escuche porque no son teatrales.
El principio de la economía psíquica interviene aquí como en todas las esferas de nuestra vida imaginaria. Somos capaces de estar un día entero tratando de decidir si pasaremos las vacaciones en Florida o en Utah, pero somos incapaces de imaginarlo. Por mucho que nos consuman las inquietudes cotidianas, el tiempo dedicado a la fantasía es demasiado valioso y lo consagramos a los problemas que no son susceptibles de una consideración racional.
En el teatro nuestro tiempo también es precioso y una obra buena no se ocupará de asuntos que se pueden tratar racionalmente, aunque formen parte de nuestras ocupaciones cotidianas.
El drama no tiene por qué afectar necesariamente al comportamiento de las personas. Existe un artefacto fantástico y enormemente efectivo que transforma la actitud de las personas y hace que vean el mundo desde otra perspectiva. Se llama pistola.
Durante treinta años, o más, he trabajado con espectadores en lugares muy distintos y jamás me he topado con un público que, colectivamente hablando, no fuera más listo que yo y que cada vez no me haya ganado por la mano.
Esta gente me ha dado de comer toda la vida. No me considero superior a ellos ni siento ningún deseo de transformarlos. ¿Por qué iba a hacerlo? Y en cualquier caso, ¿cómo lo haría? Yo no soy distinto de ellos. No sé nada que ellos no sepan. A un público (un pueblo) se le puede coaccionar con una mentira o con un soborno (una pistola), se le puede instruir o sermonear. Basta una tarima improvisada en la calle y una falta absoluta de respeto. En todos estos casos, no obstante se maltrata al espectador. No se le “cambia”, se le presiona.
Los dramaturgos que aspiran a transformar el mundo adoptan una superioridad moral respecto del público y permiten que los espectadores también la adopten ante los personajes que no aceptan el punto de vista del héroe.
No es tarea del autor teatral lograr que se produzcan cambios en la sociedad. Tenemos grandes hombres y grandes mujeres que se ocupan de ello mediante costosas demostraciones de valor personal, que se arriesgan a que les partan la cabeza durante la marcha a Montgomery, que se encadenan a un pilar o que soportan el ridículo y el menosprecio. Ponen en peligro sus vidas, lo cual puede estimular el heroísmo de otras personas.
El propósito del arte no es efectuar cambios, sino deleitar No creo que su finalidad sea ilustrarnos, ni que deba transformarnos, ni tampoco aleccionarnos.
La finalidad del arte es deleitar, y a algunos hombres y mujeres (no más listos que ustedes y que yo), cuyo arte puede proporcionar un deleite, se les dispensa de ir por el agua o por la leña. Es así de sencillo.
El teatro existe para tratar problemas del alma y misterios de la vida humana, no calamidades cotidianas. Eric Hoffer dice que hay arte (Esperando a Godot, por ejemplo), entretenimiento popular (Oklahoma) y entretenimiento de masas (Disneylandia) . Y nosotros, criaturas pecadoras, condenadas a morir como estamos, si nos dan una milmillonésima parte de una oportunidad, probablemente haremos que el dinero falso expulse al bueno y convertiremos lo bello en pervertido y depravado.
Así, mientras tengamos y usemos ocasionalmente la capacidad de dejar que el arte se desvíe y participe del temor reverencial de la religión, de la que fue arrebatado prematuramente, también tendremos la capacidad de distorsionar estos impulsos hacia lo dramático y de oprimirnos y esclavizarnos los unos a los otros. (Observen que mientras ejercitamos estos impulsos no decimos que deseamos “oprimir y esclavizar”, sino que queremos “ayudar, enseñar y corregir”. Pero el resultado es la opresión.)
Por un lado tenemos a Samuel Beckett, por el otro a Leni Riefenstahl. Ambos se ocupan exactamente de la misma capacidad humana, para dotar de significado a lo intolerable: uno crea arte purificador, la otra anuncios de asesinatos.
No creo que la finalidad del arte sea “llegar a la gente”. En realidad, ni siquiera estoy seguro de lo que quiere decir eso de “llegar a la gente”. Sé lo que dijo William Hazlitt: “Es fácil conseguir que el vulgo esté de acuerdo con uno; todo cuanto hay que hacer es estar de acuerdo con el vulgo.”
Aristóteles escribió que a una persona buena no puede ocurrirle el mal ni durante la vida ni después de su muerte. Tal dictamen se puede considerar como una promesa vacua, aunque también, quizá con más acierto, como una definición de la maldad. Es decir, lo que le suceda a una buena persona, por devastador que sea, no puede ser el mal si no emana de las acciones propias de esta persona (un defecto de nacimiento puede ser infausto, pero no puede ser malvado) .
Las cosas que pueden acontecer por igual a una buena o a una mala persona no pueden ser el mal, sino que se deben a un accidente y, como tales, son tema adecuado para el comadreo y no para el drama.
Igual que el comadreo, las obras de temas “controvertidos” tienen una gran capacidad para captar momentáneamente nuestra atención. También como el comadreo, nos dejan una sensación de vacío una vez el arrebato de lascivia ha seguido su curso y le sigue, como suele ocurrir, un sentimiento de vergüenza. Y es así como las obras de teatro adoptan los asuntos cotidianos que incumben a la política, mientras que la política adopta los temas propios del drama y llena el vacío teatral.
La presentación de un objetivo teatral nos asegura que nuestra atención política se verá recompensada, del mismo modo que, en los anuncios de películas de los periódicos, la presencia del protagonista empuñando una pistola promete que veremos «acción».
La película que se anuncia con la imagen de una pistola que en realidad no aparece en ninguna secuencia saldrá tan mal parada como el político que promete drama y luego no ofrece más que cuestiones sociales. Por consiguiente, para llevar a cabo una campana política positiva es esencial que los asuntos sean en gran medida -o en su totalidad- simbólicos, es decir, no cuantificables.
«Paz con honor», «Comunistas en el Depar tamento de Estado», «Economía de la oferta», «Recuperar la ilusión», «Devolver el orgullo»: éstos son los elementos del gran espectáculo. No son objetivos sociales: son, como nos enseñó Alfred Hitchcock, el Mac Gufíin. Naturalmente, este término inventado por Hitchcock se refería a «el objeto deseado por el héroe», y su aficción por este concepto explica en gran parte su éxito como director de cine.
Hitchcock era consciente de que el objetivo dramático es genérico; no hace falta que concreto que «el halcón maltés» «los salvoconductos» o los «documentos secretos». Basta con que el protagonista/ autor conozca el valor del MacGuffin. Cuanto menos específicas sean sus características, más interesado se mostrará el público. ¿Por qué? Porque una abstracción vaga permite que los espectadores proyecten sus propios deseos sobre un objetivo que esencialmente carece de rasgos sobresalientes. Así es también como los proyectan sobre términos como «americanismo», «una vida mejor» o «el mañana».
Es fácil identificarse con la búsqueda de un documento secreto, y un poco más difícil hacerlo con una protagonista cuya aspiración es identificar y estudiar las propiedades de un elemento químico como el radio. Por esa razón, los autores y directores acaban por volver a la ficción cuando llevan a escena una biografía. Para ser efectivos, los elementos dramáticos necesariamente deben tener prioridad sobre unos hechos biográficos «reales» que a los espectadores no nos interesan demasiado: si quisiéramos más información acerca del radio, nos leeríamos un libro que tratase sobre este elemento químico. Cuando vamos al cine a ver The story of Marie Curie queremos saber cómo murió su perrito Skipper
En e1 drama, como en los sueños, el hecho de que algo sea “verdad” es irrelevante y nos interesa sólo si está relacionado con la búsqueda del protagonista (la búsqueda de un MacGuffln) tal como ésta se nos ha planteado.
El poder del autor de teatro -y, por consiguiente, el del agente de prensa del político- reside en su capacidad para plantear el problema.
(Durante el juicio a O. J. Simpson, coincidí en una fiesta con dos famosos juristas. Comenté que tenía la sensación de que una batalla legal no consistía en ir en pos de la verdad, sino en disputarse el derecho de escoger cuál era el asunto fundamental. Soltaron una risita y me pellizcaron la mejilla: “Ya veo que se ha saltado los dos primeros cursos de la carrera de derecho” me dijo uno de ellos.)
El “problema”, el MacGuffin, la «amenaza atea a los poderes de la nación”, éstos son los temas que tienen el poder de estimular nuestra imaginación; y como escribe Eric Hoffer, éste es el único medio para dominar la atención de los grupos (la multitud, el electorado, el público).
Nuestra facultad de razonar ordena por naturaleza los elementos de amenaza percibidos, los identifica y los estructura de modo que podamos considerar los métodos alternativos para vencerlos y para poner en práctica el mejor plan.
Así es como percibimos el mundo. Eso es lo que hacemos durante todo el día.
El drama nos estimula porque resume y proyecta en la obra el elemento más esencial de nuestro ser, el preciado mecanismo de adaptación.
Un cachorro que no responde a la orden “Ven aquí”, se acercará a su amo si éste cae al suelo y permanece inmóvil. En este caso el perro sí acudirá corriendo junto a él. ¿Por qué? Pues porque cree que su dominador está incapacitado y ahora tiene una oportunidad de matar. El cachorro se acerca alborozado porque se le regala la oportunidad de ejercer sus más preciadas habilidades de supervivencia.
A nosotros nos ocurre lo mismo con el drama. Podemos hacer uso de nuestras habilidades de supervivencia, adelantarnos al protagonista y sentir temor por persona interpuesta sabiéndonos a salvo.
Éste es el poder y el gozo del drama. Por eso la obra de segunda clase, la que no está estructurada como una búsqueda de un único objetivo por parte del héroe, queda relegada al olvido; y por eso la estructura dramática, aún en un escenario no teatral, resulta un espectáculo magnífico.
(David Mamet LOS TRES USOS DEL CUCHILLO. Sobre la Naturaleza y la función del drama. Traducción de María Fadella, publicada por Alba Editorial.)