I. EL FILICIDIO MORAL. En "Dulce hijo" ("Szelíd teremtés" / "A Frankenstein-terv", Hungría-Alemania-Austria, 2010), lírico cuarto filme del húngaro de 35 años Kornél Mundruczó ("Joanna" 05, "Delta" 08), con guión suyo y de Yvette Biró lejanamente inspirado en la novela clásica de horror "Frankenstein" de Mary Shelley, el joven peloncito recién escapado de un orfanato que también podría ser un manicomio Rudi (Rudolf Frecska) compra a las puertas de un cementerio luctuosas flores blancas que lleva a ofrecer in absentia a la arrendadora madre rechazante (Lili Monori) que lo encerró para casarse con un padrastro brutal (Miklós Székely B.), participa sin convicción en el sádico casting de un cineasta ensimismado (el propio Mundruczó), estrangula por repudio corporal a la bella rubita (sin saberlo su hermanastra) que fingía seducirlo, huye de la justicia por una ventana, regresa para prendarse de la linda entenada materna Magda (Kitty Csikos) y promete su propia desaparición si su progenitora favorece una unión con la todoaceptante chava; pero, durante el sucedáneo de noche de bodas, el chavo desnuca al padrastro vengador que golpeaba a la novia, empuja mortalmente a la madre desde un corredor superior y es rescatado in extremis por el cineasta que al fin lo reconoce como el hijo indeseado cuya paternidad nunca quiso asumir y, remordido por la culpa, lo lleva a esconder a Austria, hasta que un accidente en la carretera nevada deja moribundo al chico.
Szelíd teremtés - A Frankenstein-terv |
El filicidio moral concibe a su criatura juvenil en el espanto azorado, por encima de toda condena, y en términos de fragilidad, desvalidez y alucinación, para ser éstas a su vez plasmadas, fílmica y heréticamente, en términos de hieratismo (exteriores semivacíos, paredes desnudas, abundancia de top-shots, encuadres fijos, depuración llevada al ascetismo), desconexión (figuras inmóviles, laconismo retórico, arrebatos cual expresiones de una dinámica ingrávida) y gelidez (omnipresencia de la nieve), refrendando la pulida y poética finura posfolletinesca de las anteriores cintas de su realizador, en especial aquella cine-ópera "Johanna" que actualizaba a Juana de Arco y aquella lacustre-sacrificial Delta incestuosa.
El filicidio moral se ve a sí mismo como un relato que bordea lo fantástico sin tocarlo, un poco al estilo del depuradísimo flamenco obsesivo Delvaux de los sesenta (la cinta bien podría intitularse "El joven de la cabeza rapada"), donde todo incidente es elegido en términos de culpa, para rumiarla al infinito, dentro de una especie de subjetividad indirecta, tan desencarnada cuan espiritual y estéticamente descarnada, y así elevarla a una categoría mítica, inevitable, instantánea.
Y el filicidio moral recrea la irresponsable creación del monstruo de Frankenstein, el mito fílmico-literario de todos (en la vida real) tan temido, que ya no remite al helénico Saturno devorando a sus hijos recién nacidos (para evitar que en un futuro le fuese arrebatado el Poder), sino asignándoselo al artista creador fílmico, el egoísta por excelencia y deficiencia, que ha sacrificado todo lazo afectivo o humano duradero para Poder proseguir con su creación sin vida, hasta ser devorado por ésta, huyendo inadvertidamente de sí mismo más allá de lo artístico, provocando nuevas desgracias al hijo y acabar extraviándose en la inmensidad nevada, mientras el vástago agoniza con las tripas al aire.
II. LA FABULACIÓN SALVAJE. En "Sueños de aire" ("Captain Abu Raed", Jordania-EU, 2007), debut como autor total del inmigrante jordano-estadouni- dense de 31 años Amin Matalqa (28 cortos como "Peso completo" 05 y la comedia de humor negro en la cafetería "Morning Latte" 08), el modestísimo afanador anciano de aeropuerto Abu Raed (Nadim Sawalha) cumplía con esmero su humillante trabajo, regresaba en transporte público a su empinado barrio pobre y platicaba con el retrato de su esposa difunta mientras conciliaba el sueño, pese a escuchar tras el añoso muro las madrizas que propinaba el brutal vecino de junto Abu Murad (Ghandi Saber) a su sometida esposa (Dina Raad-Yaghham) y a su hijo mayor del mismo nombre (Hussein Al-Sous), pero cierto día ese solitario gris halló una gorra de piloto en la basura, se la puso, fue confundido por la chiquillería con un Capitán heroico y se sintió prácticamente obligado a devenir cuentacuentos de sus ilusorias aventuras aéreas foráneas, para sostener la esperanza de los niños desamparados, contando con el apoyo de la hostilizada familiar pilota treintona Nour (Rana Sultan), hasta que fue vilmente descubierto por el resentido niño Murad, al frente de sus amiguitos, fregando pisos doblegado como perro y quedó desmitificado, si bien recuperará el afecto del vecinito Tareq (Udey Al-Qiddissi), a quien le comprará su mercancía íntegra para que no falte al colegio, e incluso acabará orquestando la huida del horror casero de Murad y su progenitora con otro crío, ensillándose para enfrentar a solas la furia fatal del padre enloquecido de alcohol y frustración.
La fabulación salvaje hace que la ignota ciudad capital Ammán, arrancada a la inmensidad del desierto (ya con dos millones de habitantes), se convierta en una presencia viva y pese durante todo el relato, con sus callejuelas ascendentes, blancos minaretes legendarios y losas donde el héroe estará a punto de abatir con un pedruzco al ojete desplomado: el escenario perfecto para esa "Amélie" (Jeunet 01) vuelta barbudo y canoso varón jodido pero jamás cobarde.
La fabulación salvaje logra homologar con armonía la infame y revulsiva condición de los tres sectores más vulnerables de la sociedad árabe en su conjunto, jordana o no jordana, hoy en silenciosa revuelta: la condición de los ancianos despojados de vigor y sentido, la condición de las mujeres condenadas a la venta matrimonial como futuro único y la condición de los niños brutalizados sin piedad, al grado esa cruel quemadura en la mano de Murad como paternal castigo precautorio.
La fabulación salvaje impone un terso, brillante y seguro estilo donde la ficción, siempre a punto de volverse dulzona o disneyana, se mantiene a distancia de sí misma, sobria, autoconsciente y con un lirismo de baja intensidad, en semitono, como la liberación interior de esa bella con solo tenderse para mirar al cielo a un lado del viejo sobre las colchonetas de su azotea-mirador, o la griffithesca espera del bruto por el anciano estoicamente sentado mirando con fijeza la manija de la puerta bajo dramática luz cenital.
Y la fabulación salvaje se redondea, cual coletazo final del axolote de Cortázar, como una finísima fábula intemporal donde la identidad usurpada se torna verdadera y aquél que ensueñe en el contraluz de los cristales ya no será el inexistente Capitán Abu Raed, sino su trágico protegido liberado, el futuro piloto Murad, convertido en su propio personaje de fábula, asumiendo el imaginario como esencia y la irrealidad como objetivo fin moralmente posible y digno incluso en la atrasada ancestral Jordania.