EL NIHILISMO VIVENCIAL. En En un rincón del corazón (Somewhere, EU, 2010), opulento cuarto filme de la autora completa de 39 años Sofia Coppola (Perdidos en Tokio 03, María Antonieta 06), el celebérrimo actor galán hollywoodense de barbitas cuidadosamente descuidadas Johnny Marco (Stephen Dorff) maneja enloquecido su Ferrari, sufre un rebalón en una parranda que le hereda un antebrazo enyesado, se hace representar en su habitación un doble strip privado más bien somnífero, se procura sin dificultad sexo halagador con rubias ganosas y se somete sin chistar a las obligaciones estelares a que lo comprometen sus agentes, pero sólo disfruta en la compañía a cuentagotas que brinda su fresca y lina espigadísima hija patinadora sobre hielo de 11 años Cleo (Elle Fanning), hasta que deba viajar con ella a una première en Milán, encaminarla a un campamento de verano y desplomarse en una crisis irrecuperable.
El nihilismo vivencial sólo parece manifestarse privilegiadamente ahí donde todo resulta hipotéticamente superplacentero, hipersofisticado, monstruosamente insatisfactorio y tan lleno de espejismos como el contexto universal mismo que lo contiene. El nihilismo vivencial se plantea una vez más en el mundo de la cruel frivolidad extrema, pero llevándola a un brillante límite de opacidad y al callejón sin salida, como corresponde al paradójico vacío existencial de un triunfador joven y bello que puede pagarse todos los lujos del mundo (¿será la cinta indirectamente autobiográfica y transexuada a la vez?), pero cada uno de ellos está basado en la búsqueda del placer hueco y en las relaciones efímeras, o tan virtuales como esos juegos deportivos y guitarrísticos reducidos a sólo apretar botones, pero a medida que cree satisfacerse su frustración existencial se multiplica y ahonda.
El nihilismo vivenical dicta una escritura fílmica apabullante de sobriedad y sabiduría, bordeando una especia de hiperrealismo maximalista, dentro de una superproducción binacional llena de incidentes extraordinariamente descritos y elementos significativos, en la que todo parece convertirse en un estallido de oquedad: los expresivos e inquietantes fueras de cmapo al dar atronadoras vueltas en círculo vicioso con el batimóvil de carreras, los ligues fáciles de sexo inmediato con tetas al aire expedito para motivarte o del arpiesco-posesivo "amor líquido" (Zigmunt Bauman) más monstruosamente insatisfactorio, el cumplimiento en cámara fija del compromiso de hacerse una mascarilla mortuoria obviamente desazonante e hipersimbólica en vida (o en lo que esa espaciotemporalidad sea), la tenaz imposibilidad de tener una vida afectiva o replantear su propia inexistencia sentimental, el estragamiento personal hasta en los fastos hoteleros y las fiestas de impecable elegancia empeñados en trazar el retrato de una burguesía magnate inalcanzable, el reparto de los premios Telegatto en los autoexcitados ultraestupidizantes medios controlados por Berlusconi, e incluso la lívida lección de danza-patinaje antiFlashdance, y la figura inconsútil de la frágil sílfide gimoteante (de pronto) y desamparada (como él) en el asiento contiguo.
Y el nihilismo vivencial queda inmovilizado, desesperado, indiferenciado, a media carretera y caminando por la carretera sobre la cinta asfáltica sin rumbo, en el irresoluto desmembramiento entre el suicidio y el accidente, suspendido en el afelpado vértigo de una inclemente caída libre sin libertad ni impulso ni abismo, en una innombrable decadencia carente de piso o polvo o nada.