En No quiero dormir solo (Hei yan quan, Taiwán-Malasia-China-Francia-Austria, 2006), octavo filme del genio del hiperrealismo taiwanés de regreso a su Malasia natal a los 49 años Tsai Ming-Liang (El río 97, ¿Qué hora es allá? 01) el bello vagabundo callado Hsiao-Kang (Lee Kang-sheng, el actor-fetiche de Tsai) sufre una golpiza pavorosa en los suburbios miserables de la multiétnica capital malaya Kuala Lumpur, es rescatado por trabajadores nativos de Bangla Desh, depositado en un cubil-colmena para inmigrantes y puesto en manos del desempleado Rawang (Norman Bin Atun), quien lo cuida devotamente, le frota ungüentos con unción y, sintiéndose más que atraído por su cuerpo, le comparte un colchón recogido en la calle, pero, apenas recuperado, el muchacho también se convierte en objeto del deseo de la meserita de cafetería Chyi (Chen Shiang-chyi), padeciendo juntos la imposibilidad de hallar algún lugar donde copular, así como de la madura jefa del establecimiento (Chua Pearlly), quien sexoconfunde al joven convaleciente con su hijo comatoso en un lecho de hospital (Lee Kang-sheng en un segundo papel), hasta que una pestífera neblina espesa se apodere de la ciudad, provocando la mudanza de todos hacia otros refugios para intentar sobrevivir.
El Apocalipsis indigente obliga a ser leído y padecido, entre la lentitud y el silencio, como una caótica y enigmática función dramático-atmosférica que sólo se expresa en términos plásticos y de fragmentación del espacio, una fuliginosa fotogenia depresiva en los exteriores, un deprimido magma retórico de planos fijos y eternos, una horrenda mueca moribunda ya con El hocico abierto (Pialat 74), un horadado inframundo, un abandonado edificio en construcción-reducto cuyos abismos concéntricos se abren omnipresentes, un irónico uso-bombardeo de baladas populares en off, un clandestino y esetrellado juego de espejos y reflejos de las mujeres coludidas masajeando/manoseando/metiéndole arteras manos al cuerpo-Teorema pasolinesco de todos tan temido cuan codiciado, una mariposa residual que se posa en el más femenino de los hombros viriles, y una obsesiva metafísica de los colchones usados como camilla por las calles, transportados a duras penas sobre la cabeza, pulguientos, lavados a cepillo rajapiedras, comparatidos cual favorecedores de una promiscuidad impedida, o dolorosamente heridos en su flácida blandura-reflejo de sus dueños.
El Apocalipsis indigente dicta su lentitud emotiva, minimalista, cadenciosa e hipnótica para darle sórdida forma sublime al deseo, a la ternura y la humilde solidaridad a un mundo devastado. Y el Apocalipsis indigente desemboca como última instancia de su feneciente rugido visual, en un abstraído colchón flotante con los tres sobrevivientes y prolongando el desmembramiento del héroe bisexualmente atrapado.
El Apocalipsis indigente obliga a ser leído y padecido, entre la lentitud y el silencio, como una caótica y enigmática función dramático-atmosférica que sólo se expresa en términos plásticos y de fragmentación del espacio, una fuliginosa fotogenia depresiva en los exteriores, un deprimido magma retórico de planos fijos y eternos, una horrenda mueca moribunda ya con El hocico abierto (Pialat 74), un horadado inframundo, un abandonado edificio en construcción-reducto cuyos abismos concéntricos se abren omnipresentes, un irónico uso-bombardeo de baladas populares en off, un clandestino y esetrellado juego de espejos y reflejos de las mujeres coludidas masajeando/manoseando/metiéndole arteras manos al cuerpo-Teorema pasolinesco de todos tan temido cuan codiciado, una mariposa residual que se posa en el más femenino de los hombros viriles, y una obsesiva metafísica de los colchones usados como camilla por las calles, transportados a duras penas sobre la cabeza, pulguientos, lavados a cepillo rajapiedras, comparatidos cual favorecedores de una promiscuidad impedida, o dolorosamente heridos en su flácida blandura-reflejo de sus dueños.
El Apocalipsis indigente dicta su lentitud emotiva, minimalista, cadenciosa e hipnótica para darle sórdida forma sublime al deseo, a la ternura y la humilde solidaridad a un mundo devastado. Y el Apocalipsis indigente desemboca como última instancia de su feneciente rugido visual, en un abstraído colchón flotante con los tres sobrevivientes y prolongando el desmembramiento del héroe bisexualmente atrapado.