Hoy me enfrenté contra una rata en el patio de servicio. Fue un duelo de estrategias. No como mi duelo nocturno contra el mosquito lento de zumbido estruendoso. ¿Qué mosquito puede sobrevivir así? Contra esta rata, que ya tenía nombre, Ximil, y que según varios testigos había pasado hace un año, todavía joven, corriendo a toda velocidad desde el jardín hasta el patio de servicio y, tras búsquedas escobas en mano, venenos encapsulados, cubetadas de agua hirviente y engrudo regular para pegar carteles, desapareció así nomás sin dejar huella. Hasta hoy, que regresó convertida en una gorda y nada pixaresca bestia.
Me encerré con ella entre las cuatro paredes del patiecito de servicio, como en los hexágonos de peleas a muerte, como en los westerns Golpeé la bolsa de basura, de la que salió corriendo y se fue literalmente por el caño del lavaderito hacia las cloacas. Esta rata, descubrí su modus operandi, venía cada tres días, abría la bolsa de basura, degustaba algunas basuras orgánicas y volvía al anonimato, aprovechando que nosotros nunca íbamos a su guarida, más que a correr, que ahí viene la basura. Frase hecha apropiada para este momento: Cuál sería mi sorpresa. Pues cuál sería mi sorpresa, al verme víctima del destino un par de horas después. Cuando me encontró en un lote baldío del Paseo de San Francisco, a kilometros del patio de servicio, cargando unos libros yo, y saltando entre la hierba ella; gritando yo. Tú ganas, le dije. Déjame ir en paz.